Hoy es un gran día para mucha gente. Felicidades a los escritores, a los traductores, a los ilustradores, a los editores, a los agentes literarios, a esos locos y arriesgados libreros, y por supuesto…a vosotros, los LECTORES,que sin vosotros nuestra existencia no tendría sentido…
Pero también en esta ocasión estamos tristes porque hace pocos días se nos ha ido uno de los GRANDES de la literatura en castellano, un maestro, un revolucionario con su «realismo mágico», uno de los padres del llamado «boom latinoaméricano»……
Y por eso, desde aquí queremos hacer nuestro propio homenaje a Gabriel García Márquez compartiendo con vosotros uno de los relatos que aparecerá en nuestro próximo libro LETRAS NEGRAS y escrito por nuestro alumno, José Arias Fuentes. Un homenaje a MACONDO, al realismo mágico y al GRAN GABO.
Esperamos que os guste! Tesa Zalez – Editora
MACONDO por José Arias Fuentes (2014)
“Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y caña brava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaba por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”…
Después de ascender por un camino donde los barrancos impedían el acceso de cualquier transporte que no fuera el de una reata de mulos que avanzaban con paso vacilante por estrechos senderos, llegamos a Macondo Si la ascensión había sido dura, no menos lo fue el descenso y aunque Alicia y yo presumiésemos de buena forma física, no podíamos evitar el miedo irrefrenable, cada vez que un canto rodaba ladera abajo y se despeñaba al fondo del precipicio.
Habíamos llegado cuando el atardecer difuminaba los valles, las cumbres de las altas montañas y el paisaje invitaba al descanso y al sosiego. Las calles permanecían vacías. La aldea, callada. Tras las ventanas de la única posada existente, se percibía el resplandor de la oscilante luz de las velas. La recepción, si podía llamarse así, era un pequeño vestíbulo con un mostrador de madera donde reposaba el gran libro de registro abierto por la última página. Tras consignar nuestros nombres y tomar una pesada llave nos dirigimos por la escalera de crujientes peldaños hasta llegar a una habitación en la que reinaba el orden, la pulcritud y la limpieza y aunque su decoración era rústica, proporcionaba un ambiente de serenidad como no recordábamos desde hacía mucho tiempo. La cama amplia de abultado colchón de lana y sábanas blancas, se entreveía tras el dosel y en la chimenea se escuchaba el crepitar de los heridos troncos de madera. El cuarto de baño, compartido con las otras cinco habitaciones, estaba situado al final del pasillo.
Alicia se dispuso a deshacer el equipaje y yo abrí la puerta que comunicaba con la terraza. Encendí un cigarro mientras me sentaba en una silla de hierro a observar la mofletuda cara de la luna llena y los nubarrones cargados de agua que pugnaban por ocultarla. Cuando regresé al interior, mi mujer llevaba ya el camisón de seda trasparente que permitía ver una estrecha braguita que no tapaba más de lo que debía ocultar. Acaricié extasiado su melena de pelo color azabache, respiré el perfume que exhalaba su cuello. Recorrí casi con idolatría su torso torneado de finas caderas, sus muslos largos y con suma delicadeza la postré en la cama donde hicimos el amor presos de un éxtasis desenfrenado hasta quedar tan exhaustos como si fuera la primera vez…
Un relámpago iluminó la noche ya oscura acompañado por un trueno que anunciaba la llegada de la tormenta. Tras la cena bailamos al compás de una canción que hablaba del reencuentro de una pareja tardía. Salimos a la calle. Gruesos goterones comenzaban a golpear con estrépito maderas, tablaos y las aceras sin asfaltar. Bajo la lluvia recorrimos las dos calles paralelas que terminaban en un gran establo. Más allá olía a campo mojado. De vuelta a la habitación, tras despojamos de la ropa y las botas llenas de un barro rojizo, no tardé en advertir la acompasada respiración de mi mujer que dormía un sueño profundo. El brusco destello del electrizante rayo dio paso a un estrépito que hizo vibrar los cristales provocando el golpe de una puerta tal vez ocasionado por la corriente de una ventana mal cerrada. Me levanté y tras tomar un candelabro bajé los escalones que crujían a mi paso. Una sombra dibujó su silueta tras la ventana. No soy asustadizo pero reconozco que en esos momentos sentí pánico. La luz de la única vela encendida me limitaba el campo de visión al tiempo que extrañas figuras me arrastraban hacia la estancia de donde provenía el sonido de la melodía que iba a componer y que tan solo yo conocía. Formas etéreas se parapetaban tras una oscuridad que me impedía vislumbrar sus rostros. Eran las almas de los habitantes de Macondo implorando con sus lamentos que la maldición caída sobre la aldea tocara a su fin. No en vano habíamos aparecido con los albores del invierno. En una mesa rectangular reposaba un pergamino de esmerada caligrafía en el que pude leer que a principios del siglo pasado un anciano llamado Melquiades había llegado a la aldea aterido de frío y visiblemente debilitado por la falta de alimento. Suplicó en todos los hogares un acomodo que le fue negado. A la mañana siguiente moría no sin antes pronunciar una maldición. El pueblo quedaría incomunicado todos los inviernos y sus moradores condenados a cien años de soledad y desquiciados por la pena más agobiante que un ser humano pudiera soportar. Todos los niños engendrados durante ese periodo, sucumbirían antes de nacer por la desnutrición de sus madres y la población envejecida, moriría irremediablemente de hambre y frio, hasta la llegada de la primera pareja que les liberara de este vagar sin rumbo, permitiéndoles descansar por fin en paz.
Por esto estaban frente a mí clavándome sus pupilas de color rojizo, babeando saliva negruzca, exhalando su fétido hedor y murmurando palabras ininteligibles mientras giraban a mi alrededor como si se tratara de atracciones de una feria. Me arrodillé tapándome los oídos al tiempo de contemplar como un grupo de estos seres ascendía por la escalera y alcanzaba el piso superior oyéndose, acto seguido, el desgarrado grito de la que imaginaba con el rostro desencajado por el pánico. El silencio más angustioso reinó en la estancia. Los espíritus reiniciaban su danza tenebrosa. Uno de ellos tocaba mis rizos, acariciaba mi cara, se deslizaba por mi torso desnudo, lamiéndome el ombligo. Un angustiado “no por favor” salió de los labios de Alicia que permanecía tumbada en el suelo, desnuda frente a mí mientras que babeaban su cuerpo, sobaban sus senos y su respiración se volvía cada vez más agitada.
-“No por favor”- volvió a susurrar notando como sus pupilas se dilataban, sus pezones se erguían impulsados como por un resorte, su sexo humedecía y sus muslos se relajaban. El sonido ahogado de un balbuceo de placer me hizo volver la cabeza. Entre sus piernas abiertas, una figura comenzó el frenético balanceo de arriba abajo, decreciendo sus movimientos a medida que iba tomando forma humana primero, de esqueleto después y polvo más tarde hasta desaparecer como tragado por la nada hacia el descanso eterno. Cuando pareció haber terminado otro ocupó su lugar y tras ese otro y otro más. Alicia con los ojos entrecerrados seguía el monótono traqueteo con convulsiones esporádicas, retorciéndose de placer y sin fuerza de voluntad para el rechazo. Sin casi oponer resistencia mi pene desapareció tras la oquedad de lo que parecía una boca y al sobrevenir los primeros estertores que anunciaban el pronto orgasmo unas manos lo introdujeron dentro, muy dentro al tiempo que otra de ellas, de rodillas me ofrecía su sexo que se evaporaba cuando me erguía para tocarlo. Un irrefrenable placer me sorprendió y cuando la eyaculación fue inevitable, abrí los ojos y contemplé aquellos que me miraban fijamente, dejándome más desnudo de lo que estaba. El rostro tomó forma de una bella mujer, tan hermosa como nunca creí existiera. Luego de sonreírme me besó en los labios sin duda en señal de agradecimiento y recorrió desnuda la estancia hasta desaparecer confundiéndose como absorbida por la noche.
Cuando todos habían gozado del calor de nuestros cuerpos sudorosos y exhaustos y las etéreas figuras hubieron desaparecido, permanecimos tumbados con la mirada perdida en algún punto del techo. Después nos miramos y cogiéndonos la mano permanecimos en silencio tratando de convencernos que nada había sido real, que Macondo no existía, ni sus moradores ni la maldición del anciano al borde de la muerte que les condenaba a cien años de soledad y que transcurridos éstos, llegaríamos a la aldea donde nos esperaban para que a través de nuestro contacto y calor, pudieran recobrar por un instante el halo de vida que les condujese a la eternidad y al descanso.
Dejó de llover y el cielo arrepentido de su furia incontrolada dejó filtrar unos tímidos rayos de sol que se fueron afianzando a medida que avanzaba la mañana.
Que Gabriel García Márquez, me perdone esta premeditación y alevosía.
José Arias Fuentes